Día 12
Hay una máscara inicial, así, en cualquiera de las tardes, cuando en el saludo nuestras miradas apenas sí se reconocen, como respetando ese protocolo del juego –y, por supuesto, ignorando completamente en qué consistiría la sanción por violentarlo– que nos hace conservar la distancia y entonces posponer el encuentro. Casi me causa gracia, por-que en todo caso, cuando toca, sí que nos miramos tratando de ver no sólo el grado de amplitud de lo que nos contamos, sino también cómo eso que nos pasó repercutió en el alrededor, porque en nuestros ojos también están los de los demás y lo sabemos.
No estás y a mí me toca comprenderlo,
como se le comprende a la tormenta
cuando se despereza de su angustia
obedeciendo al modo de su estirpe.
No te llamo y ni en pedo me llamás
de manera que quedo en la cornisa
jugando al equilibrio de los locos
con el cielo apretándome de nubes.
Tejo muy torpemente nuestra trama,
escuchando el error desde tus manos
sin forzarte al reposo que en mi boca
anhela descubrirte sus colores,
sabiendo que depende del latido
sujetar tu cintura con mi sed.
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