«Todo tiene que ver con todo», había dicho alguna vez aquel tío de la farándula, como una frase suya y que sin embargo pareciera, al escucharla, tan del refranero popular. Causa y efecto, si se quiere. Un médico que estudia cómo repercute este nervio de aquí en esta sensación de allá, cómo el boldo, o cómo el jaguareté ka’a, si querés, en ese bien estar del estómago. También las cirugías, por supuesto, algo sé de los ligamentos, no se diga. Pero todo lleva su tiempo, normalmente. Lo prodigioso, o por lo menos lo anormal es entender a la primera ciertos simbolismos.
Transcurridos los primeros tropiezos, los primeros tajos, y afianzadas las primeras cicatrices, pueden darse las primeras comprensiones anticipadas. Entonces le adivinamos al otro por cómo se para, por cómo pasa la mano, y por cómo se comporta literariamente más allá de cómo escribe y acerca de qué escribe – que es completamente otro territorio, seamos claros -. Por supuesto, aquí uno se calla, o debe callarse. Porque anticipar y preavisar respecto de lo que el otro habrá de actuar, hasta que efectivamente suceda, podría ser contraproducente. A nadie le convenía que Judas fuese puesto al descubierto dos meses antes, por ejemplo.
Como sea, hay una manera de diferenciar a los notables por esencia de los eruditos ordinarios y de los talentosos vulgares: la capacidad de actuar con miras hacia el futuro. El vulgo, una vez que por obra de su propia y escasa razón puede explicarse a sí los pormenores de su realidad, no puede sustraerse de ella en tanto las implicancias de su pasado. Una persona vulgar da vueltas alrededor de la misma herida una y otra vez, como si se tratase de un lujo de gente elegida el vivir bajo la condición de no poder olvidar jamás ningún daño recibido.
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