“Las mujeres no valen nada, y los hombres son oro cu’í”, solía decir; y de mí, que tenía “el pajarito de brillante”. Yo me sentía incómodo con estas afirmaciones, que las manifestaba en cualquier momento y lugar, muy lejos de un tono sereno, más bien con claro desprecio hacia las mujeres. También estaba el tema del color de la piel, no le iba la morochicidad. Los no blancos iban tachados de movida, tengan el currículum que tengan, bajo el título de “negrito/a chavi’í”, que traducido sería algo así como “relleno obviable del paisaje”. Y sí, mi abuela era machista y racista.
Por lo dicho, ejercía el matriarcado con ideas cerradas, pero indiscutiblemente claras, de manera que no cabía el “yo creí qué”, “yo pensé qué”, y menos el “yo no sabía”. En así, cuando establecía una dirección, no dejaba alternativas, era esa o te jodés. En este panorama de rigidez absoluta, el cultivo de un croto se constituía en un conflicto, porque a Henrrieta le gustaban las plantas y, como el patio era enorme daba para el cultivo de todo tipo de plantas, y las plantas, todas, poseen un poderoso centro de atracción para todas las esferas de cuero cocidas a mano.
Después de la primera revelación comencé a tener esferas, y el desarrollo de mis apti y actitudes conllevó a una guerra – sin querer – contra los crotos y, por ende, a un posible y terrible enfrentamiento con su propietaria, Henrrieta. Las primeras bajas causaron esa reacción mejor conocida como “plagueo”; las siguientes, simplemente un mirar a otro lado o el popular la vista gorda. Así que sin mayores intervenciones del otro lado, las acciones continuaron hasta que el patio se convirtió en cancha. De los crotos, hasta entonces variados en colores y tamaños, solo quedaron unas cuantas fotos tirando a sepia.
En las noches, casi al fondo del patio, ahí debajo de donde el aguacate se juntaba con el mango, Henrrieta tomaba su cerveza en una manija de porcelana blanca, me decía “tomá fondo blanco”, y yo me bebía la espuma. Nos quedábamos así, hablando apenas, como compañeros que no necesitan hablar, que están bien sintiéndose cerca. A veces, algo que yo decía le provocaba risa, otras, lo que le contaba generaba una sentencia o un consejo. Fui siendo su querencia… La acusación, tan humana, vino después: “claro, vos sos su favorito”, y yo, sin entender, respondiendo “No ¿qué decís, por qué?»
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