De la escuela volvíamos caminando, yo siempre por delante de Magy y la Sarah, por eso de que el burro anda al frente, porque no hablaba con nadie, y porque estaba el tema de mirar y recoger cosas, alguna semilla o cáscara, una piedra, un palo, cualquier cosa, y también eso de quedarse un rato acariciando a algún perro. Una vez convergieron el palo y la palabra, o “mejor dicho”, el palo y las malas palabras, o si querés, se dio eso que algunos adultos llaman “los resultados de la mala educación”, o ese “todo comienza en el hogar”, ya sabés.
En casa el único que se mandaba de vez en cuando alguna puteada era el viejo, muy de vez en cuando. Yo no le bajaba, no porque lo tuviera prohibido, que realmente no recuerdo me indicasen aquello, simplemente no me estiraba. Los vecinos sí, y tenían una boquita niquelada para el tema, pero bueno, el caso es que de venida de la escuela me topo con un palo, lo agarro y voy haciendo ruido con los basureros, las paredes y portones de las casas, una de ellas justo con un portón largo y lleno de barrotes como para darle de corrido.
Le sacudí con ganas a los barrotes, de los que salieron sonidos agudos al tiempo que de la casa salió una mujer en camisón, con una furia de hembra a cuya cría recién parida le hubieran dado por los dientes inexistentes con el palo que yo tenía en la mano. No entendí un pito de lo que gritaba, pero le vi los ojos y tenían una rabia que te cagabas. Como eran mis primeros días de clase en la escuela aquella yo tampoco estaba en mis mejores momentos, así que no me costó nada presentir que algo iba a ocurrir ahí.
Como Magy y la Sarah estaban a unas casas de distancia, me planté solo frente al camisón de los ojos rabiosos. Sentí mis latidos acelerados, una rara tranquilidad, una especie de ceguera, y cuando se me juntó todo en la garganta solté un “vieja puta de mieda metete tu potón en el culo”; mirándole fijo a esa rabia encamisonada que, sorprendida, paró en seco el griterío y comenzó a buscar como en el aire alguna explicación. Ahí llegó Magy, prodigándose en disculpas, empujándome el hombro para que siga avanzando, y la Sarah que me estiraba también del brazo, que “dale, vamos”.
Ni durante el resto del trayecto, ni al llegar a la casa recibí ninguna reprimenda, es más, en el almuerzo el asunto ni se mencionó. Al día siguiente volvimos a pasar por el mismo lugar, la misma vereda, la misma casa y a la misma hora, pero claro, ya sin hacer ruido con los barrotes esos, tampoco incidentar al pedo. Así, ante la ausencia de “castigos” y esa especie de volver al lugar del crimen, yo asumí que la reacción que tuve, incluyendo la verbalización del “puta”, fue aprobada por los superiores, es decir, que Magy me había dado la razón.
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