Aunque era un maletín, el viejo le llamaba portafolio y, como todas las cosas del viejo, era un objeto sagrado, inaccesible. El máximo contacto se daba cuando de repente te pedía que se lo pasés porque estaba de salida y apurado, o bien, cuando estaba sentado y quería revisar alguna cosa. De ahí que, cuando a veces me daba la venia para husmear en su interior, era más o menos como recibir un premio, por un lado y, por otro, como acceder a un territorio secreto. Estaba forrado de cuero color negro por fuera, y por dentro de una felpa clara.
Me gustaba el tema de los compartimientos, sobre todo. Esos chiches que tenía para colocar lapiceras, documentos de identidad, carpetas de tamaño oficio, y todas esas cosas. Revisaba los papeles sin leerlos, pero me hacía el importante deteniéndome a mirar las hojas mecanografiadas, algunas de ellas con varios sellos y diferentes firmas. Lo sacaba todo de su lugar y parsimoniosamente, inventándome historias y endiosando mis gestos, las volvía a colocar en su mismo exacto sitio, se me ocurre que como esos francotiradores de las películas que encajan las piezas del arma en los recovecos predestinados, cierran el estuche y se rajan.
El otro tema que me gustaba inspeccionar, y un tanto más accesible que el portafolio, era el estuche del violín (perdón aquí por repetir el palabro), pero el viejo le llamaba así, “el estuche”. Ahí no había mucho qué investigar, pero de todos modos era entretenido, porque había poco espacio y sólo una especie de cajita a un extremo, dentro de la cual había cuerdas con diferentes envoltorios y de diferente grosor, la brea (que siempre me fascinó), algún lápiz, un borrador, y un «puente». Mientras yo inspeccionaba, el viejo practicaba. Yo me aburría enseguida, pero él parecía no cansarse nunca.
Lo mejor se daba algunos sábados, cuando el viejo me llevaba al fútbol. Se trataba de fútbol de salón y era con sus compañeros de oficina. El ambiente era muy particular, puesto que desde que llegaban todos se hacían bromas; se cargaban, como dirían los argentos. El color de un short, o lo que llevaba escrita una camiseta era motivo suficiente para “marcarlo” al cuate de turno, para «tallarlo» con la contundencia del guaraní, con esa chispa que tiene el yopará (mezcla del guaraní con el español), y hasta en español clarito. Después del “partidí”, necesariamente, se procedía al asado, obviamente.
Y sí, ese portafolio negro con papeles mecanografiados y documentos; el estuche con la magnífica brea, el lápiz y el borrador; la pomada que hacía entrar en calor los muslos y la correcta manera de vendar el tobillo antes de entrar a la cancha, fueron las cifras sin números, los primeros bosquejos visuales, auditivos, aromáticos, con los que fui conociendo a mi viejo. Por donde nos fuimos acercando muy por encima de las palabras y los diálogos, en un territorio como que completamente intuitivo por mi parte, y como que “tratá de no joderme”, de su parte. Total, entonces teníamos tiempo.
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