Diario 8
Después de mirar por un instante, y por tantas veces, la breve montaña de obsequios anuales, y con el peso de más de una déca-da de puro subjetivismo capeando el temporal de anhelos cog-noscitivos, antes del final queda, si no reconocerse, al menos aceptarse, encontrándose uno con la posibilidad de un profundo arrepentimiento, o de un fantástico orgullo y, quizá, dependiendo de los años biológicos sobrellevados, una insípida indiferencia hacia este o aquel sentimiento, porque saber no tiene emoción, palabra, contorno, tiempo.
Cuando se observa que el juego es más amplio que el jugador, cuando se deja de lado la pretendida grandeza de creer que jugar es más importante que cualquier resultado, asumiendo que tam-bién lo único, lo irracional, y hasta lo milagroso forman parte de una misma red cuyo único sentido es encontrar y dejarse encon-trar por un alguien que la deje de lado para ni siquiera poder re-cordarla en el verdadero nunca jamás, es cuando repentinamente, el había sido se constituye, y toma la fuerza de un pequeño deseo de concretar actos simples pero contundentes, como una mano alejada de otra a conciencia, en medio de luces espléndidas pero de tenue calor que las enmarcan sin fijar la sucesión de lugares e intensidades que sólo necesitan del empuje, el arrastre, o el estire de un par de alientos sinceros, todavía cubiertos por la fina capa que la inteligencia desde mucho tiempo atrás viene encargándose de extender.
Versiones. La versión larga de un mismo sueño, la versión corta. Una misma cordillera, o una única montaña, dos metros sobre el nivel del mar, o dos kilómetros bajo el nivel del mar. La línea estándar que divide el todo en dos lugares, o en cinco mil sitios destinados al eco de un mismo origen que en sí mismo pu-diera también concebir, al menos en parte, un final completamente diferente, por permitirse, por poder cederse a sí mismo, de vez en cuando, aunque por siempre, una trasgresión, o dos, para ser así mismo el águila que pestañea, y que deniega la invitación al vuelo, arropándose con el viento frío que le ronronea las plumas bajo el soberbio aunque fraternal brillo del sol de cualquier septiembre americano.
Oro líquido, dos cuerpos que se conocen, pero que se separan irremediablemente por cuestiones pensadas y decididas por otros cuerpos que al ver lo que no poseen sienten la verdadera culpa, la de la carencia, incapaces de acceder a la responsabilidad que ata-ñe al exceso.
Fuera de los destinos, ¿dónde se forjan las capacidades? Puede que sólo en un punto de la vida se pruebe el libre albedrío, la fan-tástica visión del abismo a la hora en la que se decide por un ca-mino u otro, sabiendo o no sabiendo, que la tal decisión afectará –aunque no definirá exactamente– al resto de las decisiones pro-creadas y por procrear. Esto es, la imaginación más pura del que pretende poder influir en nadie, o la de quien le atribuye esta po-sibilidad a alguien, como si ese alguien no es él mismo, vestido y arropado con el disfraz de nadie.
¿Acaso es muy irreflexivo decir que la ironía de la libertad consiste en la esclavización de quienes la buscan?
¿Hay algo que no sea terrible?
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