Diario 18
Pero lo que finalmente había logrado separarlo de los demás no fue otra cosa que lo que había aprendido de una mujer, a negarse.
A veces, cuando los pasos están cerrados por la caída de las grandes nieves, o por el peso de las flores de monstruosas desidias ocurre que recurre a nosotros. Nos va pensando volviéndonos la medida de su cansancio, lo que le queda de fuerzas a sus intenciones más ilusorias. Y así es que nos volvemos una música en la radio, una página en algún libro, un trozo de materia habilitada si no para el espacio al menos para el vacío explicable de alguna mente que inicia también su propia espiral ambulatoria.
Sudan los maderos por su sed de afectos, la mañana es clara, la noche es fresca, la naturaleza entera deja ver su belleza sin tapujos, y de algún modo llueve, y aunque no hay dolor, la tristeza traspasa la piel y recorre el aire, danzando frente a nosotros en la búsqueda de su origen. Nadie la ahuyenta, nadie la persigue, nadie la intenta poseer, nadie cruza la línea de los espectadores. Con el corazón desgastado por los vicios quedamos acurrucados de espaldas a las barracas, sabiendo que si nos mantenemos es porque nos piensa.
Las horas están quietas, o no quieren existir, y somos nosotros lo que debemos movernos a través de ellas, o empujarlas a que nos sigan, y no tenemos más que invención para tentar hacerlo. Una espada o un cáliz, un sábado que tuvo su tarde en la que no pudo concretarse la cita, que implicó viajes y estadías para concebir y vivir el sabor de la postergación no deseada, la frustración de ciertos deseos, la derrota de ciertas convicciones, la imposición de unas nuevas, la vieja historia de las muletillas que son necesarias para quienes no pueden andar desprovistos de la actividad de justificar sus actos merced a una definición comprada, alquilada, robada o, simple y frugalmente aceptada de la mano sucia de sus predecesores.
En la desventaja, sus vidas van marcadas por las horas, todo lo que hacen lo registra el tiempo, y aunque dicen que el tiempo es infinito, no lo entienden, y aunque dicen que la muerte no es más que eso, no lo entienden. Y así arrastran sus respiraciones aprisionados por la premura de tener una existencia cuyo sentido desisten de conocer, pero sintiendo que eso que dicen infinito se les acaba, y queriendo ganar un premio que los justifique, aunque sea uno pequeñito, conquistar Arabia, la luna, o la cura fantástica a la plegaria sonriente de las palmeras.
Nos pesan los ojos como si hubiésemos llorado toda la siesta, y no como si hubiésemos llorado toda la noche. Desde aquí, con gripe o con litros y litros de cerveza encima, sabemos que en la hora culminante del calor, allí donde más aprieta el calor, también somos más resistentes, pues sabemos que cuando termina el día, y no la vida, también estamos un tanto más cansados, aunque no muertos. Ese resto de energía necesario para disfrutar sin engaños lo que queda después de emplear la mayor parte de ella en la consecución de una variable pretendida.
Día tras día, las manos solas, sintiendo que siempre falta algo para ser feliz, que algo lo impide, y que no existen las cosas, y que no existe nadie, y que no es la ausencia, ni es la abundancia, que es de nosotros mismos la posibilidad de encontrar la tranca y hacerla pedazos, pues en nosotros habita, y en nosotros está su destrucción, que si no el suicidio, al menos haría falta encontrar el sitio exacto en dónde clavar la daga que haga sangrar las bisagras de la concreción de nuestras ilusiones.
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