Diario 17
Cada día nos levantamos creyendo que en algo vamos a poder cambiar todo lo que podemos percibir como establecido. Soñamos que vamos a lograrlo, que en algún momento de la vida podría depender de un gesto nuestro el que el devenir de los demás cambie radicalmente en el abanico de sus posibilidades. Y cada día asistimos al hecho de que no ha pasado nada, que no lo hemos logrado, que la oportunidad no se presentó, que todo, al final del día, cuando aparece la luna, cubierta o no por nubes que podrían o no desencadenar tormentas, va siendo igual. Algo nos dice que no es eso lo que importa.
De vez en cuando alguien repite nuestras palabras, de cuando en vez alguien imita nuestros ritos. Pero lo intenso se da cuando, a un tiempo que no es dado a conocer más que a unos pocos, uno de cada tantos despierta con nuestra misma intención.
En realidad, no lo sabemos. La verdad es que lo ignoramos, como también es verdad que lo creemos, y no es esto lo que nos diferencia, ni tampoco lo que nos iguala, sino, simplemente, lo que nos condiciona. Porque por este o aquel motivo, tenemos la certeza de que algo así puede suceder, cada minuto, o cada mil doscientos millones de años.
Puede que despierte emociones el gesto del guerrero cuando hiende su espada en el pecho del enemigo, pero para los que han estado ahí, en la batalla, ¿acaso hay algo más enorme que el momento en el cual el acero es llamado a reposo?
Sabemos caer de bruces, y cuando nuestra cabeza toca el suelo, sospechamos que podrá reincorporarse y, si bien es una sospecha, cuando ocurre, vemos la sombra de nuestra mortalidad extendiéndose sobre la arena, y sabemos que el sol está tras nuestro, y sabemos imaginar su sonrisa, y no se nos olvida imaginar su sed, y no se nos escapa la posibilidad de que abrevarla implica verter nuestra sangre, y no descuidamos que si la tenemos es por él.
Conteniendo suspiros intentamos seguir un poco más, con detalles a favor y con detalles en contra. El perfume o el sudor reducidos a aromas limitados a una realidad, que la sabemos porque no nos faltaron afeites ni tampoco decoros en las roturas, porque al final de cuentas, aunque sabemos que todo pudiera contar, pretendemos rozar la idea de que nada contaría al final, ya que cuenta el contador, y el juez lo juzga. Y nosotros no juzgamos, resistimos.
Grita su llanto, o esconde su dolor. Le pesa lo leído o le pesa lo vivido. Le basta lo presenciado o le sobrepasa. Intuye o no, y un pedazo de televisión, una pelea, un partido de fútbol, un horario y una familia. Mientras los prados esperan generosos y el aroma de tormenta es distinto al pie de la montaña, y el reflejo de la luna parece brillar más sobre el lago, y arde el capó del auto como arde el corazón, y la noche de las trampas y todas las promesas, y todas las cosas que suceden, más tarde o más temprano, cuando va surgiendo la posibilidad de que en el epitafio sea escrito: fue sincero.
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