Diario 16
Hay una cuota de esfuerzo donde el primer límite lo fija la imaginación, el segundo la intención, y el tercero el talento –si es que algo así realmente pudiera existir–, que realmente es preciso lograr. No es que lo crea, ni que lo haya leído, ni que lo haya imaginado o intuido, o visto que otro lo haya transitado, es simplemente el gesto nervioso de las falanges que prometieron no prometer nunca nada, porque saben que cuando uno promete es que no tiene nada más que la apelación al pasado –como todos– inmediato. Fuera del pasado, y fuera del futuro, pero dentro del tiempo, debe alguno erigirse en medio del absurdo, la ironía, la predestinación y el libre albedrío, hasta hallar una regla que no es antigua ni nueva, sino absolutamente imposible y, por su propia imposibilidad completa, urbana y selváticamente normal. Como la piel que porta un alguien en otro continente y que sin embargo al abrir la puerta se presenta, como el montón de materia que opta por el aire en lugar del suelo, al tiempo que otro montón de materia opta por el fango en lugar de la tierra polvorienta, como el montón de materia del que otro dirá que tiene un movimiento de rotación al tiempo que posee otro de traslación, habilitando a que otro diga que es el movimiento el que posee al montón de materia, dibujando entre ambos la fantástica, terrible y aburrida historia de sujetos, predicados y complementos, como si fueran ejércitos provistos de inmaculadas banderas dispuestas a reflejar la intención suprema y altísima de unos ideales que no pudiendo ser captados por la podredumbre de la razón, son, sin embargo, materia comestible y digerible hasta el hartazgo por un corazón dispuesto a todo, mientras ese todo sea hablable, definible, estructurable, dibujable, expresable, en fin, transmitible, si no en su esencia, obviamente, al menos en las aristas de la idea que lo forja, que nace inevitablemente del reflejo de la propia insuficiencia del que lo propone, como propone el libro quien no es apto para arrancar la vida de familias enteras, como propone el fuego quien sólo ansía algo que matar para no tener que estar oliendo las heces de sus vástagos que ha procreado no tiene idea precisa de porqué y mucho menos de para qué.
Quizás habría que pedir ayuda a mamá, pero, ¡oh, cielos! Es mamá la que está enferma. Papá está perdido, y los amigos, lo sabe cualquier pedazo de hierro, nunca existieron, pues, de otro modo, ¿a qué ir por el papel impreso? Por esto inventamos a los profesores, para que nos releguen de la estólida situación de tener que cuestionar nada. Y para esto, al tiempo, concebimos a los contestatarios, para que entre unos y otros nos den la suprema satisfacción de ser jueces, cada cual a su manera, a su modo, a sus posibilidades, decididas, necesariamente, no por lo que uno pudiera llegar a alcanzar como imposible, sino, por supuesto, desde el imposible mismo, de manera que todo logro sea excesivamente glorioso, honorífico y pletórico de nobleza, en tanto que todo fracaso, con toda su inmundicia, su hedor, su reflejo de estadías de calle, de flaquezas, de carne, de polvo, de herencia estipulada, no sea más que el resultado de una orden que se hubo de cuidar bien de registrar el origen primigenio. Y así el mal tiempo, como el hombre malo, el vestido cosido por la vecina, el auto importado, o las falencias propias proyectadas en el cristal por donde se mira la realidad ajena eternamente imposible de ser la propia, porque, por todas las cruces rotas, la vida es única e irrepetible, y no habrá de permitirse que nadie, absolutamente nadie, venga a decirle a nadie que esto es así o es asá, que el sentido es este, o aquel, que el motivo está aquí, o está oculto allá. Porque fuera de las barracas, si bien respiran los que admiten la posibilidad de que sea difícil o imposible la comprensión absoluta, sólo aquí se admite la estruendosa posibilidad de un ridículo mundial, y lo que es mejor, el que existiendo, ni siquiera pudiese tener posibilidad de tener peso.
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