Los demasiados tigres inquietan mi garganta, como inquieta al pastizal el ozunú, ese temblor en la tierra que antecede desde lejos la fulgurancia de un rayo proyectando el acto de su esencia. Me desnudo los pies, y con la piel del pecho desmesuradamente abierta, me hago un ovillo y, por una vez, sin gritar la sordidez que el mundo me exhibe, intento ese silencio que sólo alcanzo cuando ni a quien amo está a mi lado. Y me caigo, chorreando lágrimas salvajes me caigo en una desesperación y ahogo que ninguno de los que soy siquiera intenta contener, explicar o decir.
Creo en la caída, en la que te raja las rótulas y te rotula el alma con el peso del pasado vuelto cruz midiéndote la espacialidad de los hombros, la dimensión de la cerviz discutiéndole a su deidad posible su imposible irrealidad. Creo en la llaga y en la ofensa, en la herida premeditada y, con Ingenieros, en que todo Cristo tiene su Judas. En el amor a la piedra, con Nietzsche, en el número perfecto, según Pareto, y en la rima asonante según el boludo de turno. Creo en todas las cagadas que el mundo puede ofrecerme sin un aviso.
Porque cuando te caés ocurre la mano que no esperabas, o la que forjaste. Esa que no puede sino estar ahí, al lado, esa que te estira y que rechazás por incomprensible; esa que te empuja y que despreciás por menor; y hasta la tuya propia, que esquivás porque es la que te sabe por dónde sangra el daño. Por hipertrofia avanzo, en una vanidad inútil. Con la tozudez de los idiotas y la sinceridad que sólo las bestias irremediables de su condición pueden reflejar en sus ojos. Porque soy de mis nombres también su apellido, la cifra que nadie sabe.
También la luz, si aguardo lo suficiente. El toque genial que todo lo explica y burlándose de mis dudas hace pie en lo marchito de lo posible, y por hacerme morder el asco de lo posible, por esa mi cara asumiendo el horror de lo sabido, me toca los nudillos goteando los huecos del mundo, sopesando cuánta furia se necesita para una calma que dictaminaron imposible los que no anduvieron la vereda del hastío y de la decepción más temprana, y que hacen del paciente carne para el suicidio, o al menos su intento una tarde de sábado sin nadie cerca.
Todo va a salir bien, Truman. Sé que todo va a salir bien. Sé que todo siempre tiene una explicación. Sé, también y por ejemplo, que no tendré que explicar todo esto que digo, Juliet. Así que llamá a tu nodriza, sabe más que tu vieja, que tu mamá, que tu madre. Es hora de despedirse de las gentes. Que una cosa es Romeo con Mercutio, y muy otra sin su música favorita. Juliet, ¿cómo soportas que un hombre llore? ¿Por qué mi dependencia, tan abierta? ¿Por qué viéndola no la miro? ¿Por qué sigue mirándome eso que he vencido solo?
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