Apenas estoy desaprendiendo la hostilidad tan alta, tan limpia, cuando en un mirar como por el rabillo del ojo, en un temblor de mi tobillo derecho al sentir todo el apoyo de mi cuerpo mientras mi zurda se recoge y se une al vacío de mi mente antes del latigazo, un golpe eléctrico, desde lo más lejos del lenguaje me altera la emoción, acelerándome –por encima de apios, manzanas, y la almohada sedienta de mi cuello a las diez– sacudiendo tiránica y burlonamente todo el edificio que había construido duramente durante los últimos meses (aunque traicionándome un poco, convenciéndome otro poco).
Ahí, en el medio del laberinto en el que coloqué un montón de variables arriba abajo a los costados atrás delante borroso claro brillante y oscuro, ahí donde acepté que el agobio tenía que ser parte del esquema, de pronto el alivio. En un instante mi rostro en el regazo de la madre de mi madre, allá en Abdera, a salvo de todo, de todos; y en el siguiente la frase de mi maestro innombrable, que en un murmullo sonreía: «para que sea genial tiene que ser sencillo». Paz desde las tripas, esa arritmia que es estanque y todos los volcanes.
Yo sé de quien se suicidó porque de joven pensaba –según él mismo– de forma perfecta, y no quería de viejo caer en contradicciones consigo mismo. Yo tengo un alacrán que se jugó de frente contra la triste parca, sex simbol de la anorexia de la antigüedad. Yo sé competirle a Cronos cuando nadie te mira y la Vanidad y el Orgullo valen tanto como el himen de Juana de Arco en el corazón de un niño paraguayo al que tres naciones le cagaron el territorio. El territorio, digo, dice, el que aprendió a cagarse en los que, pobres, verbalizan patria.
El dolor, miro; como una sombra jugando al calidoscopio por los muros de mi consciencia, por las fortificaciones de mi piel. Yo palpo mi dolor; coloco suavemente mi dedo índice en la cúspide del nudo tanto físico como emocional, una vez ahí reemplazo el índice por el pulgar y comienzo a presionar dando círculos pequeñísimos, y volviendo al centro, presionando cada vez con más intensidad, hasta que el dolor me gana todo el estómago y llego al vértigo con los ojos completamente secos. Entonces enteramente veo eso que siempre estuvo ahí, esperándome: la dificilísima diferencia entre mis opuestos y mis complementos.
Oh, sí, el ahogo, alguno preguntará. El ahogo ocurre atrás, en la sala de espera, cuando se trata de llegar a la cresta de la ola de la angustia y no hay nadie que te ayude al equilibrio porque se surfea a solas; ahí es resistir. Después de ver siguen las molestias, incluso algo de dolor al final de los dorsales, pero se respira mejor, y uno puede erguirse, estirar los brazos, cerrar los puños, sintiendo cien años más encima, o doscientos; eso no importa. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Diosa! Cuánta libertad me enseñaron a construir en mis cadenas, cuanto sencillo amor.
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