Los verdaderos gestos definitivos yo los fui bordando desde el atrás del tiempo, por ejemplo, desde esa vez en la que yo ya sabía lo de la cueva y sus sombras antes de leer a Platón, de que todo esto o eso que era la realidad no podía ser la realidad antes de leer Kabbaláh, como por el contrario, tan perfectamente real pudiera ser la anciana que muere ahogada entre los hilos de lana por sus propias manos antes de leer a Cortázar. Pero, como no tiene caso hablar de uno, uno comienza hablando de uno como queriendo implicarlos a todos.
Cuando uno termina entendiendo la demencia del otro, por ejemplo, cuando realmente la entiende, la comprende, desde sus íntimos orígenes y hasta ser consciente de que el otro va de enfermo no recuperable, de amigo irrazonable, de amante incurable, es cuando uno se llama a silencio, se aparta con la mejor de las sonrisas implicando más que nunca los hombros en el arado común, esto es: sin que se note. Porque a un loco no se le dice que lo está, como a un pobre no se le señala su pobreza, a menos que el loco y el pobre sea uno.
En algún punto pensé que sería mejor así, ser hallado culpable siempre, aceptar la culpa y todos contentos. Pero me di cuenta de que tras admitir la culpa, al no haber una condena precisa y milimétrica, no sólo quedaba demostrado que tanto el juicio como el pecado habrían estado sobredimensionados. Me di cuenta que era el momento de comenzar a pensar en que existía la posibilidad de que de lo único que debiera sentirme culpable era de eso, de permitir que me hagan sentir culpable por expresar lo que sentí o siento, como si uno tuviese el derecho de ser así.
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