Es mi tradicional ahora vacío de poemas, cuando ya no quedan fuerzas para seguir leyendo. Un ahora plagado de nombres a quien llamar y de nombres que llaman, una realidad que se antepone a la misma vieja idea del tanto por hacer aún, mientras decido entre Bach o Elvira de Grey’s. De manera que todo se va mezclando lenta e inevitablemente, algo parecido a un coágulo espeso y a la vez profundo, dándose cita Piazzolla, Wagner y Soda Stereo, todo al mismo tiempo y con igual intensidad, un ruido confuso y casi asfixiante, de donde emerge solitario el recuerdo de lo que deseo, como una fotografía manchada entre otras fotografías también manchadas, porque no es lo que deseo, sino sólo su recuerdo. De modo que resulta preciso aferrarse a una definición, aunque la misma no signifique más que unas cuantas palabras bien ordenadas.
Hasta que ya no basta, y tras el brusco mirar descubro que el espacio se ha hecho noche y casi intuyo otra posibilidad, la contingencia arreciando en las ventanas, la justa paga por la espera, y por la tonta efervescencia absorbida porque sí, porque fue necesario, para ser el que padece y no el que provoca, para alejar de una buena vez toda la maraña de falsas precisiones, las cantidades disfrazadas en literatura de comadres, el falso pudor de las preguntas que esconden una cifra.
Es cuando la metamorfosis opera, un ciego rencor oculto y nunca confesado fuera de la ronda de los mismos eternos amigos, esas ganas de derribarlo todo, no porque esté mal, simplemente porque es preciso cambiarlo todo, rayar en la locura y en el ridículo, destrozar toda idea y todo dogma, toda religión y toda moral, arrancarles de las manos las muletas con las que han subsistido e impedido los dos soles sobre el mismo planeta, simplemente porque no se atrevieron a creer.
Decido entonces que el exceso triunfe por sobre toda medida, partiendo de ella para poder así y sólo así destruirla, desde dentro mismo, en su fin y principio.
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