De a dos, de a tres, vienen los golpes, los intentos
de dar conmigo, con mi rostro, que no saben
mejora a cada finta curva que me entrena
las ganas muchas, la paciencia inacabable
bordada a nervios, con pericia de demonios
y dioses solos ya saciados de animales.
Esquivo y callo las afrentas, no me pueden
insultos torpes, ni siquiera los pesares
que tanto quieren los más tontos, inocentes,
alguna vez por un descuido proyectarme.
Me acerco un poco, todavía yo me acerco
y muestro y luzco el corazón, toda mi mano
abierta y limpia, mis palabras, mis colores
granates, rojos, lo posible de mis años
sonriendo cruel la incomprensión; esos temblores
que sienten, viven, cuando extiendo cada brazo
y dejo ver, como de pronto, sus cenizas
quebradas, sordas, cicatrices de mi estado
de monje loco que no habla con la virgen
-la preña, besa y le agradece sus regalos-.
Me alejo, inquieto… sin dejar, sin permitirme
un grito queja un puñetazo que heriría
veloz mortal demencial-mente mucha historia,
las viejas, sucias, con su toque de inmundicia,
las nuevas, limpias, en que laten mis retoños.
Así mi nombre, porque puede, nunca es víctima
y siempre es mole sobre el dedo que me ofusca.
A fuerza bruta de insistir, cada vigilia
es reto, noche en desafío natural
que quiere y busca concederme a la bellísima.
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