—Hacé lo que te parezca —dijo. — Si no te importa, yo no puedo hacer nada. Y si se muere, que se muera.
Yo sentí, para maravilla de mí mismo, una tórrida serenidad. Al tiempo, una mezcla justa de pena, de lástima, de vergüenza ajena, entremezclándose con la rabia y el asco en la negrura de mis ojos fijos en su pelo, en sus rizos quebrados, en su cintura ensanchada por décadas de satisfacer a Ceres y olvidar a Venus, en sus uñas sin hacer, en su “hacé lo que te parezca”.
—Al revés. No voy a hacer nada —dije.
—Entonces no te importa —dijo.
—Verás —y era mi voz, y era yo, pero de alguna manera era algo más que yo quién o qué hablaba—, normalmente soy generoso, incluso suelo ser amable, pero mi estuche viene con fecha de caducidad y otras limitaciones diversas para culpabilidades, reclamos y variables semejantes. Así que vamos, el tema ahora es así: si se muere, ese fardo es tuyo, total, completa y absolutamente tuyo.
Deja un comentario