En algo me distraje, algún corto en el sistema, lo cierto es que me demoré dos o tres segundos en ganar la puerta del aula y, cuando llegué a la escalera, la misma ya estaba comenzando a llenarse. Ni modo, comencé el descenso en picada ajustando al máximo el modo zig zag evitando cualquier roce impertinente con los matoncitos de los cursos superiores, pero, lo confieso, en algún punto sentí que le dí a alguien, no tanto como chocarle, pero sí un roce un tanto brusco. No me detuve a ver si sí, y si a quién, seguí hasta la mesa.
Pese al escollo del ganado logré agarrar mesa, y al instante ya estaba jugando contra uno de los compas. Acordate que el primer recreo sólo duraba diez minutos, y el segundo, quince, por lo que cada segundo contaba. El peloteo, comprenderás, era intenso, te volvías tremendamente competitivo porque al tiempo que jugabas a ganarle al rival también luchabas contra el reloj. Te concentrabas en hacer tu mejor saque, en devolver cada embate con toda la fuerza que podías, pero comedidamente y, sobre todo, no perdías tiempo discutiendo por un tanto confuso. Si una pelota era dudosa se volvía a jugar, listo.
Así que estaba en pleno peloteo cuando siento que alguien me toca el hombro. Sí, ahí, en pleno partido. «Pará, boludo», le digo, tras resolver el tanto. Ni idea de quién era. Sigue el juego y el pibe viene de vuelta, vuelve a tocarme el hombro y dice «mi pelotita». Tendría que ser de segundo o de tercer curso, porque de primero no era, no lo tenía carpeteado. Como fuese, o me estaba cargando, o me estaba desafiando —y para mí era lo mismo, dadas las circunstancias—. Dejé mi paleta sobre la mesa, giré y le solté un gancho de derecha.
Por lo visto el cuate no era ducho en el tema de sacarse la mugre, porque era como una cabeza más alto que yo, pero ni se cubrió; o de repente era un lenteja que más usaba piernas, no sé. El asunto es que mi puño le entró de pleno al mentón y ahí nomás se desplomó. Cuando me iba a tirar encima para terminar de reventarlo, como siempre, justito ahí apareció el Nériur, con sus manazas agarrándome del cuello, y un «¿Pero qué está pasando aquí?» amable, entrenado, que te metía miedo no sabías por qué, el muy maldito.
Ya en la Coordinación, con la psicóloga, el cuate se quebró, contó los hechos y comenzó a llorar. Yo me contuve para no reírme, para no llorar, para no darle otro puñetazo al marica ese y para no mandarle al carajo a la psicóloga. Y es que era el cuate al que rocé en la escalera, que llevaba una pelotita de Ping pong en la mano y que al soltarla, por mi culpa, otro la piso, arruinándola. Ya ves, pedir perdón y restituir los daños. Ah, y la guinda, firmar por segunda vez el libro negro. Segunda vez en tres meses.
En ese año sonaba:
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