Tu no prisa al desvestirme
la tenue precisión de tu perfume
– huyendo en oleaje por debajo de tu pelo –
y el brillo opaco de tus ojos clavados en los míos
mientras, hiriente, me rozas el vientre
por poco me engaña.
Y aunque puedas llegar a latir en mi sed,
ser desde ti lo que fui y parte de lo que soy,
no podrías subir hasta el trampolín
para arrojarte hasta el piso
para volver a escalar
hasta que por fuera no te quede rostro
y por dentro te habite sólo una huella.
Turbas, sí
pero no me enturbias,
y yo me dejo hacer, sapiente,
como se deja arar la tierra
hasta escupir frutos en la boca del arador.
Tú sigue
con toda la astucia y toda la inteligencia,
empleando el perforado ímpetu de tu experiencia ocre
y la sórdida cadencia de los lazos invisibles,
que yo me aquieto sencillo
como lo hacen los nunca peligrosos.
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