La verdad que lo mejor del primer grado fue el tema de que se armó un equipo de fútbol, que claro, tenía su nombre, pero que no recuerdo; me parece que era “Don Gato y su pandilla”, o alguna cosa así. Incluso tuvimos una pancarta, o sea, una cartulina que habrá improvisado ahí Kija con lo que había, y atendé esta, teníamos una reina: Geia. Geia era flaquita, blanca “como la nieve” y, al menos para mis ojos, muy bonita. Recuerdo que me llamó la atención, no del tipo “gustarme de”, no estaba todavía para esas cosas, pero algo bastante parecido.
El tema es que hubo una especie de torneo, que no creo que hayamos ganado – porque eso lo hubiera grabado -, pero del que participamos con la clásica “garra”. Personalmente no fue muy feliz la experiencia porque como el estuche es pequeño, me vi más bien perdidoso en lo que era “chocar” con los otros chicos, de manera que me fui limitando a esperar al medio del campo y a la izquierda a que me cayera la pelota y, una vez con ella, correr hacia arriba hasta llegar al área y entonces abrir a la derecha o chutar al arco.
En esas pocas veces en las que me caía la esfera ocurrían tanto el placer como la frustración. El placer consistía en que ni en pedo me alcanzaban hasta cerca del área rival, y había ahí esa carga adrenalítica de ver por el rabillo del ojo a la turba viniéndote con todo y, sin embargo, mantener el balón dominado de a toquecitos y corriendo a todo lo que das. Instantes después, la frustración era cuando ya arriba veías que ningún compañero estaba libre, porque, justamente, estos pelotudos corrían junto con la turba sacando polvo. No había caso, era todos contra todos.
En lo normal, entonces, chutaba al arco y la pelota pegaba o en el defensor o la sacaba el arquero ¿qué querés? En lo semiexcepcional, veía a algún compañero al medio, se la enlazaba y el pelotudo la tiraba a cualquier parte, se la atajaba el arquero, o se lo comía el pelotón. Una mierda total. Ahora, en lo excepcional, o el defensor no había o llegaba tarde. Ahí, ya con sólo el arquero frente a mí, en un microsegundo era sólo fijar a qué costado mandarla y zas, ver la esfera fecundando el rectángulo de Isis. Era mejor que comer.
Recuerdo la sensación de oscuridad del abrazamiento, ese que te rodean y no ves luz. Es como si otros estuviesen felices de que te hayas logrado el trofeo de tu vida. Como que tiene y no tiene sentido. Obvio que no pensaba en términos de victorias, eso es para vos. A lo que voy es que el placer de hacer un gol era tan íntimo que en la inmediatez siguiente como que no entendés a los otros, aún cuando son tu equipo. Es una especie de soledad, de atalaya, que te marca y aturde, como todo lo que transgrede alguna norma.
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